El 24 de octubre de 1984 cayó Bonica. “El Gato”, como se lo conocía en el mundo del hampa, murió a sangre y fuego luego de un duro enfrentamiento con las fuerzas del orden, que comenzó en las primeras horas de ese día y se extendió hasta el amanecer.
Como corolario de su deceso, Jorge Alberto Bonica se llevó consigo la vida de dos oficiales de policía, la de una vecina y dejó otros dos representantes de la ley heridos, en medio de una lluvia de balas y humo de gases lacrimógenos.
Así finalizó la historia de uno de los delincuentes más violentos, crueles de nuestro país y a los que las crónicas posteriores a su muerte decidieron darle un aura que no necesitaba, ya que su recorrido en el crimen hablaba por sí solo de su persona.
Bonica era ladrón como otros tantos, y quienes escribieron sobre él no acuerdan si empezó con el latrocinio a los 8 años o a los 12, pero eso poco importa. Para los 18 ya tenía un prontuario tan extenso, que incluía entradas y salidas de más de 10 comisarías.
Con el tiempo y el tránsito por los presidios, se volvió violento y pasó del robo al asesinato sin escalas, aunque abrazó el homicidio como medio para lograr un golpe o para dejar en claro su autoridad y no como un fin en sí mismo.
Lo peor de lo peor
Así se fue armando, lo que en este personaje de la crónica negra argentina, combinaría en su personalidad las peores características de los criminales que hasta ahora retratamos en esta sección. Era violento como el Pibe Cabeza, era cruel como Cayetano Grossi. Los métodos que utilizaba para comunicarse con sus seres queridos eran casi cinematográficos, como los escapes de Laginestra. Y para inmortalizar a su principal cómplice, las crónicas posteriores a su muerte pusieron pinceladas dicotómicas que la acercaban tanto a Dios como al Diablo, algo digno de Karl Decker cuando contó la historia de Valfierno.
De Rogelio Gordillo tenía la ferocidad y la seguridad a la hora de tirar contra quien se cruzara en su camino, sobre todo si eran policías. Para cuando lo fueron a buscar, tenía en su haber 8 muertes contabilizadas, entre las que estaba la de una jubilada.
Otro de los decesos que fueron responsabilidad suya, fue el de su socio en el crimen, Jorge Colazo, a quien descuartizó luego de torturarlo y rematarlo con un tiro en la sien. Sus restos fueron dispersados en bolsas de basura por toda Capital Federal. Eso lo emparenta con Grossi, el hombre de la bolsa.
Buscado por la policía, se comunicaba con su madre dejando un cassette en el banco de una iglesia, un método cinematográfico, que bien podría haber usado por “Pichón” Laginestra.
“El Gato” se dedicaba mayormente al robo automotor y por ello era buscado por la policía bonaerense y la Federal. A ninguna de las dos les temía; de hecho, hasta se dio el lujo de amenazar a un comisario que le seguía el paso y ese fue el principio de su fin.
Pero tal y como lo haría un escritor, construyamos el personaje y hablemos de “El Gato” y su conflictiva relación con la ley.
Era muy pequeño cuando su madre decidió dejar su provincia natal, Entre Ríos, para traerlo a Buenos Aires. A la edad de 12 años, cuando otros niños juegan a la pelota en la plaza, él rompía vidrieras para robar en locales del centro.
Construyendo un criminal
Para los 18, sus ingresos a las comisarías acusado de todo tipo de robos ya no podían contarse con los dedos de las manos y empezó su incursión en los presidios.
Cada entrada en una institución penal lo volvía más violento y con cada salida se integraba a una nueva banda.
Su escalada agresiva, lo llevó hasta el asesinato y por eso mató a un oficial del Ejército mientras escapaba de un robo. Fue en ese momento, donde comenzó a quitar vidas para lograr sus cometidos y no paró.
En uno de sus arrebatos de furia, asesinó a una jubilada, a quien antes se tomó el trabajo de destrozarle la quijada a golpes. Pero además, hizo que la mujer se tragara la dentadura postiza. Su crueldad no conocía límites.
"El Gato"
Corría 1983 y con el fin de la dictadura militar a manos de una democracia recién recuperada, en un robo en Villa Crespo, la Policía cercó a Bonica, pero este escapó por los techos tras treparse a una pared como un felino. Desde ese momento, lo llamaron “El Gato”, el apodo que lo acompañaría hasta su muerte.
Así como el asesinato del militar lo hizo descubrir la muerte como medio para un fin, con este escape no solo descubría y ganaría su apodo, también un enemigo.
Tras asaltar la casa de la zona céntrica porteña, Bonica fue visto por un vecino que dio alarma al Comando Radioeléctrico. De golpe se vio rodeado por un cerrojo policial, que puso en juego no solo el botín del robo, sino también su libertad.
Carlos Salguero, uno de los que por aquel momento comandaban la división de Robos y Hurtos de la Policía Federal, convocó a un periodista de Nuevediario (el noticiero más visto por ese entonces cuyas notas con su cronista José de Zer y su camarógrafo “Chango” Gómez eran el contenido central de la emisión televisiva), ante quien dijo sin dudarlo “El malviviente no tiene escapatoria posible”.
Salguero era uno de esos rezagos de la autoridad militar que quedaron de la dictadura y en plena democracia naciente, se había reconfigurado a las órdenes de la ley.
Años antes, había desarrollado sus aptitudes persecutorias como las de un cazador, en la Superintendencia de Seguridad Federal, que era el brazo político de la dictadura.
En los días días oscuros que antecedieron a la democracia, su actividad principal era llevar consigo a ciudadanos sospechados de “actividades subversivas”, experiencia que traslado tiempo más tarde a la lucha contra el delito común. Y ahora su objetivo era Bonica.
Dos pesos pesados, cada uno en su categoría y a cada lado de la la ley, tuvieron el desatino de cruzarse y como era de esperarse, las cosas no terminarían bien para ninguno.
Volviendo al robo en Villa Crespo, mientras Salguero hacia gala frente a cámara de su operativo cerrojo, pudo verse “en cuadro” una sombra casi felina que ascendía por un paredón para desaparecer por los techos de la manzana. Bonica había escapado, y para peor, había puesto en ridículo al cazador de la Federal en televisión nacional.
“El Gato” quedó entonces a tope en la lista de Salguero, quien se juró buscarlo hasta dar con él, y siendo como era, no pasaría mucho tiempo hasta que lo encontrara.
El hombre en las bolsas
El 27 de setiembre del año siguiente, un mes antes del fatal encuentro, aparecieron en los barrios de Caballito, Parque Patricios, Boedo y Flores, bolsas de consorcio con partes de un cuerpo desmembrado.
Enrique Saladino, fue el inspector que se hizo cargo del caso, al que catalogó como un crimen “pasional”, dadas las múltiples heridas punzantes que la víctima mostraba en la zona genital.
En la jerga policial el occiso era un “masculino” de unos 30 años”, que pudo ser identificado por uno de sus tatuajes. En la mañana del 4 de octubre, Saladino viendo una foto de prontuario, le dijo al subcomisario que el muerto era “Mantequilla”, un tipo de cuidado al que se lo apodaba así debido a su piel blanquecina, cuyo nombre era Jorge Colazo.
Colazo era un ex convicto dedicado al robo de automotores, cuya carrera delictiva estaba ligada a otro pesado en serio: “Mantequilla” era el lugarteniente de “El Gato” Bonica.
Con estos datos, la “pista pasional” se convirtió en ajuste de cuentas y “El Gato” pasó de cómplice a sospechoso. En ese marco, Saladino, que pertenecía a Homicidios, debió ceder los derechos de la investigación a la órbita de Robos y Hurtos, y Carlos Salguero tuvo un motivo para reanudar su cacería.
Como era de esperarse para un hombre de su experiencia, tenía en su órbita a un soplón que le había proporcionado el dato que permitiría confirmar el vínculo entre Colazo y su presa.
Quebrados por una mujer
La relación entre “El Gato” y su socio criminal había nacido entre rejas, juntos habían afianzado un lazo de confianza que los llevó a delinquir como un “binomio perfecto” que solo una mujer podría romper, y esa mujer tenía un nombre: Miriam Gerónima Herrera.
Herrera era una prostituta a la que Colazo rescató de un puticlub
y la llevó a vivir con él.
A ella, la crónica negra le otorgó una característica en ambos extremos de la cuerda, al indicar que antes de vender su cuerpo por algunos billetes, había estado a punto de ordenarse monja en el convento de Santo Domingo, en la calle Defensa.
Lo cierto es que el pronto pase de Miriam de los brazos de “Mantequilla” a las garras de “El Gato” provocaron celos, que Colazo combatió robando parte de los frutos del latrocinio (se quedaba con la mejor parte de los botines) y Bonica solucionó de la forma más violenta y cruel que pudo.
El Principio del Final
Matar y distribuir las partes de su socio en bolsas de basura por los barrios porteños fue el comienzo de su fin y lo que lo puso nuevamente en la mira de la justicia.
La policía ya sabía que Bonica se comunicaba con su madre a través de cassettes que dejaba en una iglesia. Pero él también se percató de la custodia que había sobre ella y decidió tomar riendas en el asunto.
Una noche, al llegar a su casa de Ituzaingó, Salguero vio que desde un auto le hacían señas de luces, pero no tuvo chances de identificar al conductor que de inmediato arrancó y se perdió en la oscuridad.
Al día siguiente recibió un llamado en su oficina, era el propio Bonica advirtiéndole que pudo haberlo matado, pero no lo hizo. A cambio le pedía que le sacara “los perros” (los sabuesos de la Federal) para realizar un atraco más y poder irse.
Como era de esperarse, las amenazas no amedrentaban al representante de las fuerzas del orden y por ello, el futuro del ladrón no era promisorio.
En un cabaret de la avenida San Juan, una prostituta le pasó la información a la Policía. Bonica y su novia, se escondían en el departamento 10° “H” del edificio de Hipólito Yrigoyen 1310, a cuatro cuadras del Departamento Central de Policía.
Con las primeras horas del 24 de octubre de 1984, los policías de Homicidios llegaron al edificio, subieron por el ascensor y golpearon la puerta: “¡Entregáte, no podés escapar!, fue el grito que se escuchó.
Algunas crónicas marcan que Bonica dijo que se entregaba y arrojó una calibre 45; otras señalan que nadie contestó y cuando rompieron la puerta, empezaron los tiros.
Desde el departamento, las balas llegaban por parte de Miriam y Jorge. Ella cayó muerta enseguida y su pareja se atrincheró.
También resultó herido Luis Fuenzalida, que recibió dos impactos de bala en el chaleco y uno que le destrozó el tobillo, y fue rescatado por Horacio Belcuore, quien junto a Jorge Verti perdería su vida, en medio de la infernal balacera.
Pero en este hecho, el dicho “la curiosidad mató al gato” debiera reescribirse, porque esa madrugada la que falleció fue Cristina Arce, una vecina del 9° piso que se asomó a ver que pasaba.
Salguero, el cazador, cubrió a sus compañeros en medio del intercambio de balas, al igual que Fuenzalida, sufrió graves heridas.
Acorralado, Bonica no se iba a entregar, y cuando un helicóptero sobrevoló el lugar para intentar rescatar a los heridos, hizo estallar el reflector con balazos, por lo que el piloto debió elevarse fuera de su alcance.
A las 5.45 de la madrugada, casi cuatro horas después de iniciado el tiroteo, con más de cien policías rodeándolo, los gases lacrimógenos invadieron el lugar y los oficiales entraron a sangre y fuego.
Minutos después, el cuerpo de Bonica yacía detrás de una cómoda, acurrucado bajo una manta, en medio de un charco de sangre. Todavía sostenía un arma en cada mano. Había vivido una vida violenta y de la misma forma la muerte se la cobró. Tenía 29 años y jamás supo lo que era vivir en paz.