Pero condenado por la sociedad que hasta la fecha, sostiene que Federico fue responsable de la muerte de su mujer. La impericia policial a la hora de recoger las pruebas fue el pasaje a la libertad de los acusados.
Por mucho tiempo “El Clan”, la película dirigida por el laureado Pablo Trapero, rompió las taquillas de los cines en las salas de todo el país. Pero son pocos los que recuerdan que ese mote se le dio primero a otra familia, cuyo apellido curiosamente también empezaba con la letra P: los Pippo.
Federico Pippo, fue sindicado por la prensa de mediados de los ’80 como el líder del Clan Pippo, de esa “banda” también formaban parte Angélica Rosa Romano (su madre), su hermano Esteban, su primo Néstor Romano y Carlos Davis, un alumno con el que muchos sostenían que mantenía una relación amorosa. Todos fueron acusados del secuestro seguido de muerte de Aurelia Catalina Briant, y aunque la justicia no los condenó por considerar que no eran suficientes las pruebas que los incriminaban, la sociedad les colgó un cartel de asesinos que nunca se pudieron sacar.
El caso en el que se lo acusó de matar a su mujer, tuvo un factor común en el actuar de la justicia de la ciudad de La Plata: se “encontró” al culpable antes que la evidencia que lo incriminara. Y sobre esos carriles se dirigió la investigación, tratando de hallar pruebas que demuestren su culpabilidad, en lugar de interpretar las que había para llegar al autor de los hechos, que bien podría haber sido el acusado.
Otro de los horrores que ocurrieron en la investigación fue la impericia en el tratamiento de las pruebas incriminatorias, que terminaron por descartar los únicos indicios que la fiscalía tenía para acusar a los implicados y que finalmente terminaron sellando su absolución. Hoy encontrar al asesino parece una misión imposible y la impunidad cubrió con su manto la imagen de Oriel.
En la noche de un lluvioso y frio 9 de julio de 1984, Aurelia Briant fue a atender la puerta de la casa de su madre, donde estaba alojada junto a sus hijos desde hacía un año, luego de que su marido Federico Pippo, la amenazara de muerte con un cuchillo tras una escena de celos en su casa de la calle Cantilo entre 22 y 23, del coqueto barrio de City Bell.
Vestida con un camisón y un par de medias celestes, la bella mujer de 37 años abrió la puerta para atender a quien golpeaba… Esa fue la última vez que se supo de ella, por lo menos hasta su aparición cuatro días después, a la vera del kilómetro 75 de la ruta 2.
El matrimonio Pippo-Briant se había conocido hacía un quindenio, cuando ella era estudiante del profesorado de lengua inglesa y él estaba recientemente recibido en Filosofía y Letras. La belleza de esta rubia de rasgos anglosajones con cierto parecido a Lindsay Wagner, motivaba los celos continuos de su esposo, quien por razones de trabajo pasaba mucho de su tiempo en Capital Federal (hoy CABA) lo que empezó a resquebrajar la pareja.
El paso del tiempo y cuatro hijos en común (Martina Magalí, Tomás Augusto, Julián Lautaro y Christopher Beltrán) los mantuvieron juntos más de lo necesario, pero las frecuentes llegadas tarde de Pippo o las noches en las que no volvía por quedarse en la Ciudad de Buenos Aires, hicieron que el cariño entre ambos dejara de existir. A pesar de ello, Oriel seguía casada con Federico, quien haciendo uso de la violencia psicológica la mantuvo a su lado todo el tiempo que pudo.
El punto de inflexión en esa unión llegó una noche de lluvia, en la cual el profesor de Filosofía y Letras llegó tarde como de costumbre y, después de despertar a su pareja, la sacó al patio para amenazarla con un cuchillo acusándola de engañarlo. Ahí Aurelia dijo basta, se mudó con sus hijos a casa de su madre y comenzó los trámites de separación. A los 36 años, comenzaba a recuperar su libertad.
Un año después de aquel episodio, la policía se hizo presente en una casa tras el llamado de los vecinos de la zona luego de escuchar llorar a un niño. Christopher tenía tres años y se había asustado al no ver a su mamá cuando despertó. Uno de los casos más resonantes de la historia criminal de nuestro país comenzaba, Aurelia Catalina Briant, la madre del niño que lloraba desconsolado, había desaparecido.
El robo se descartó desde un principio en la causa ya que lo único que faltaba en la casa era la mujer, quien al momento de ausentarse tenía puesta ropa de dormir: un camisón y las medias hasta la rodilla de color celeste, que finalmente serían el salvoconducto de Pippo.
El cuerpo de Oriel apareció tres días después, el 13 de julio, cuando la encontraron a la altura del kilómetro 75 de la ruta 2, con 22 puñaladas, varios cortes y dos disparos: uno en la cara y otro en el glúteo derecho.
Las heridas reflejaban la saña a la hora de matar, con todas las características de un crimen pasional, puestas en evidencia por los lugares en los que había sido apuñalada la víctima, lo que mostraba un motivo insoslayable: la venganza.
Todo esto encausó la investigación hacia aquellos con los que se la podía vincular sentimentalmente, por lo que el primer detenido fue un vidriero de la zona con el que Oriel había comenzado una relación amorosa, Alberto José Mensi. Pero la falta de pruebas que pudieran incriminarlo, hicieron que fuera puesto en libertad por falta de mérito en poco tiempo.
El siguiente en la lista fue su ex marido, Federico Pippo, con quien estaba atravesando un proceso de separación legal bastante conflictivo.
Así, el 25 de agosto de 1984, el juez Julio Desiderio Burlando (padre de Fernando Burlando) allanó un stud en el Barrio Pin de Lobos, donde vivía Néstor Romano, un plomero primo de los Pippo. La Policía se llevó del lugar muestras de tierra, pasto y polvo de hierro del lugar que luego serían comparadas con las halladas en las medias celestes de Oriel, la coincidencia era total y la vinculación con el acusado ya podía probarse.
Además, los investigadores obtuvieron una confesión de parte de Romano, donde afirmaba que la noche del crimen vio a Federico Pippo, junto a su hermano Esteban Ramón y a su madre Angélica Rosa Romano de Pippo en el lugar. Por miedo a quedar implicado en el asesinato, los delató: “Ellos trajeron a una mujer rubia, la tenían atada y drogada”.
Tras la declaración, el clan Pippo fue detenido y recluido en el penal de Olmos durante 18 meses, tiempo en el que el fiscal a cargo de la causa, Bruno Casteller, no pudo demostrar su culpabilidad, por lo que debió liberarlos.
Por otra parte Carlos Davis, amigo íntimo de Pippo, había añadido más motivos para su detención al declarar que: “Federico me dijo que estaba decidido a eliminar a Oriel. Fue hace dos meses, una tarde que caminábamos por avenida Santa Fe. Estaba el juicio de divorcio de por medio y el tema de la tenencia de los chicos. Y él no lo soportaba. No era la primera vez que me hablaba del tema, pero esa tarde me aseguró que ya le había pagado la mitad de una suma de dinero a cierta gente para que se encargara de ella”.
El gran problema con el que se topó la justicia fue la impericia policial a la hora de recolectar las evidencias. El comisario que redactó las actuaciones en la ruta 2 se olvidó de anotar (entre otras cosas) que la mujer vestía medias celestes, donde aparecieron las principales pruebas de cargo: la tierra, el pasto y el polvo de hierro, compatibles con las halladas en Lobos. Y si no figuraban en el expediente, esas pruebas eran nulas. Además, Romano se retractó de sus declaraciones argumentando coacción policial.
Ante la falta de pruebas, los fiscales no pudieron acusar a los detenidos: tras algo más de un año en la prisión del barrio de Lisandro Olmos, todos fueron liberados y cuatro años después se les dictó el sobreseimiento definitivo.
En 2009, 25 años después de haber sido acusado, Pippo murió solo y nada se sabe de su madre, su primo o su amigo. Los Briant decidieron sepultar el tema, tanto así que en 1991, cuando desde las oficinas del cementerio llamaron para que retirasen los restos de Oriel, nadie se hizo presente y sus huesos fueron depositados en el osario del cementerio local. Dos de sus hijos tuvieron problemas con las drogas y la justicia y de hecho Julián, hermano de aquel niño que lloraba cuando llegó la policía, sostuvo la inocencia de su padre en una entrevista con el periodista Pablo Roesler al decir: "Mi viejo no tenía ni idea de qué fue lo que pasó. Se murió sin saber quién fue. Lo que él siempre me decía es que había algo de política metido en el medio. Y es que nadie sabe quién fue el que la mató”.
La impericia de la policía salvó al Clan Pippo. La justicia lo absolvió. Y la sociedad lo condenó. Nadie pagó por el crimen de Oriel, ya nadie tendrá un cuerpo al que llorarle y una tumba a la que llevar flores. El manto del olvido y la injusticia, cubrió un crimen aberrante que será juzgado por un tribunal divino, ya que el terrenal no encontró la forma de hallar un culpable.
Por Hernán Marty | Especial para CRONOS