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Cuando Ramón Rufo Gómez buscó la solución a los constantes dolores de cabeza que aquejaban a su esposa, jamás pensó que el precio de esa sanación lo pagarían 36 inmigrantes de su pueblo, que bañarían con su sangre la localidad de Tandil, tras el ataque xenófobo de un grupo de gauchos exaltados por la influencia de ‘Tata Dios’.
Gerónimo Solané fue un gaucho cuyos orígenes nunca quedaron claros. Están quienes afirman que era entrerriano, los hay que lo dicen santiagueño, otros aseguran que era boliviano y no son pocos los que testifican que era chileno. Como sea, este estafador conocido como ‘Tata Dios’ o ‘Médico Dios’ se presentaba como sanador y profeta en los distintos lugares por los que pasó y fue echado o encerrado en las comisarías.
Justamente había cumplido su condena en una comisaría de Azul, por brujería y ejercicio ilegal de la medicina, cuando este gaucho de aspecto humilde, barba blanca y algo menos de 50 años fue convocado por un reputado estanciero de Tandil, para que curara a su esposa de las incesantes jaquecas que la aquejaban.
Como agradecimiento, Gómez le permitió asentarse en un puesto de su estancia “La Argentina”, cercana Tandil, donde atendía a sus creyentes. Las consultas se transformaban en aleccionadoras ‘prédicas xenófobas’ en las que les inculcaba el odio a los inmigrantes que a fuerza de trabajo crecían en la sociedad argentina de finales del siglo XIX.
Estos adoctrinamientos que se hacían los fines de semana en "los campos de Peñalba", juntaban cada vez más adeptos entre los paisanos criollos, y el consumo del vino en esas reuniones crecía a la par de la intolerancia que se propugnaba contra los inmigrantes europeos de origen italiano, inglés y francés.
En noviembre de 1871, los vecinos del lugar presentaron una queja ante el Juez de Paz de Tandil, Juan Adolfo Figueroa, que era yerno del estanciero había dado vivienda y protección a Tata Dios, debido a que en las reuniones que se celebraban en la estancia La Argentina, unas 300 personas se juntaban con Solané y los vecinos presagiaban que algo malo sucedería.
La noche del 31 de diciembre de ese año, Jacinto Pérez, alias El Adivino, seguidor del curandero, llamó a una verdadera guerra santa en contra de los inmigrantes y los masones. Apenas unas horas después, a las 3:30 del 1 de enero de 1872, tomó por asalto el juzgado de paz de Tandil, junto a una docena de sus seguidores, robando solamente los sables de la guardia que dormía.
En la plaza los esperaban otra horda de individuos armados, que cobraron su primera víctima al ver a un italiano que arrastraba un organillo, al que degollaron y dejaron tirado desangrándose.
Pérez y sus gauchos cruzaron al galope los campos aledaños para continuar con su orgía xenófoba de sangre, con el argumento que los gringos estaban provocando la infelicidad de los criollos, por lo cual había que terminar con ellos porque atacaban a la Patria y a la Iglesia.
En la "Plaza de las Carretas" masacran a nueve vascos, luego toman por asalto el almacén y la casa de Juan Chapar, un inmigrante de origen vasco, quien es asesinado junto a toda su familia. También dan muerte a los dependientes y pasajeros de origen extranjero que se encuentran en el lugar, dejando un saldo de dieciocho muertos (todos degollados), entre los que había una niña de cinco años y un bebé de meses.
Momentos más tarde se dirigieron directamente a la vivienda de William Gibson Smith y su esposa Helen Watt Brown, ambos norteamericanos, que murieron apuñalados y degollados. El empleado de un almacén, el escocés William Stirling, abrió la puerta y recibió un disparo y aunque también fue apuñalado, agonizó durante seis días. Igual suerte corrió Guillermo Thompson, su esposa y sus dos hijos.
En menos de cuatro horas sumaron 36 asesinatos contra inmigrantes y una violación, atemorizando a todo un poblado, que por la noche con el comandante José Ciriaco Gómez al frente de una partida compuesta por vecinos y algunos guardias nacionales, salió en búsqueda de los asesinos culpables de esa oleada de sangre y dolor.
Once de los fugitivos mueren en el cruce con las fuerzas de la ley, otros doce son apresados y algunos logran evadirse. Tata Dios es apresado más tarde en su ranchada y llevado a la cárcel entre gritos de inocencia.
Poco duró su estadía, ya durante la noche del 5 de enero mientras dormía en su calabozo del Juzgado de Paz, es asesinado a balazos desde la ventana del calabozo. El episodio nunca quedó claro, algunos aseguran que fue una sola detonación, otros dos, otros tres. Incluso la frazada que lo cubría y que hoy está en un museo de la localidad, tiene 9 perforaciones. Por esto y por otros interrogantes que nunca tuvieron respuesta, el sumario se cerró sin determinarse responsable. Cuentan que Tata Dios fue enterrado de pie en la plaza para que todos pisotearan sus restos y para que no descansara en paz jamás.
En el juicio, fueron condenados a muerte Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lasarte. La pena se ejecutaría solamente sobre Gutiérrez y Lasarte, ya que Villalba moriría en su calabozo antes de que se pudiera cumplir con la sentencia.
La ejecución se llevó a cabo el 13 de setiembre y mientras Gutiérrez moriría gritando un “Viva la Patria”, Lasarte realizó dos pedidos: primero exigió como último deseo que su cadáver no fuese tocado por ningún italiano “Quiero ser enterrado por hijos del país”; luego y ante la mala puntería de los tiradores que habían fusilado a Gutiérrez, requirió “Para mí acérquense más, porque ustedes son chambones y esto ya debía haber terminado”.
Se cree que la masacre desencadenada durante las primeras horas de 1872, era el primer eslabón de un plan de exterminio mucho más amplio, que abarcaba Azul, Tapalqué, Rauch, Bolívar, Zárate y otras localidades, donde las prédicas de Tata Dios habían calado muy hondo.
Por suerte para los extranjeros residentes en otras localidades, la muerte del cabecilla cortó de raíz las intenciones de quienes querían replicar la masacre de Tandil, ciudad que resultaba un ejemplo aleccionador por la cantidad de alemanes, norteamericanos, galeses, italianos, portugueses, brasileños y franceses, que se habían asentado en la zona. Pero la sangre de aquella jornada, solo quedó entre las sierras.
Por Hernán Marty especial para CRONOS
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