martes, 29 de abril de 2025 - Edición Nº3134
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Miradas, voces y sensaciones

Crónica de un día en el Bingo de La Plata: en las manos del azar

Miradas, sensaciones e historias distintas de las salas de juego en el edificio ubicado en la capital de la Provincia de Buenos Aires.


  • Crónica de un día en el Bingo de La Plata: en las manos del azar

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Por Juana Fernandez Cappi

Si las puertas del Bingo de la ciudad de La Plata fueran giratorias, no dejarían de girar en ningún momento del día y las placas de vidrio estarían marcadas por manos de todos los tamaños y a todas las alturas. Pero no es exactamente el caso. Para ingresar al edificio, ubicado en Diagonal 80 y esquina 116, color crema y bordó, con detalles dorados y un gran logo en forma de corona, hay que subir un par de escalones o deslizarse por la rampa y empujar dos puertas de vidrio separadas por un pasillo.

Al entrar, espera un arco gris detector de armas y, a su lado, un hombre vestido de negro, con un barbijo del mismo color, las manos entrelazadas sobre su estómago y un auricular en el oído. Quienes visitan el lugar con frecuencia ya saben cómo funciona: atraviesan la puerta y esperan la orden del hombre antes de pasar por el arco, mostrar el interior de sus bolsos y la constancia de vacunación contra COVID19. Para ese gran número de personas —hombres y mujeres; jóvenes, adultos y ancianos— el proceso es una rutina: es una entrada en calor, previa a sentarse a jugar.

Humanos robotizados

En el sector de las máquinas tragamonedas, el aire huele a alfombra vieja y sucia, a pan tostado y café; también hay un dejo de olor a cigarrillo que se cuela de las puertas de vidrio que separan el ambiente del “Sector de fumadores”. Se escuchan timbres y botones siendo apretados una y otra vez, con fuerza y decisión, como si se tratase del teclado de una computadora. En el salón, hay filas y filas de máquinas que irradian luces de todos los colores. Frente a ellas, jóvenes, adultos y ancianos observan desde las butacas altas de color anaranjado: mantienen la mirada fija en los dibujos que suben y bajan, negándose a quedar cuatro de la misma especie juntos en una línea horizontal.

María tiene el pelo teñido de rubio platinado. Ella está sentada frente a una de las máquinas tragamonedas ubicada frente a las ventanillas de la caja, a unos pasos de las mesas del bar.

—Hay muchos que aprovechan a venir en la semana para poder agarrar sus máquinas, cada uno tiene una que le gusta más porque le da más plata —explica, sin mover la mano de encima del botón.

En el otro extremo de la sala, cerca de la salida al estacionamiento, la máquina de “Ms Martha T” espera por su próximo cliente. En la pantalla, una mujer de piel morena observa al frente con las cejas levantadas y los ojos bien abiertos, mostrando una bola de cristal. “Vení y probá tu fortuna”, invita. La imagen cambia unos minutos y muestra velas blancas encendidas que se derriten, medialunas, estrellas, frascos de vidrio y cartas de tarot, alternadas en las cuatro filas horizontales. Aunque tentadora, durante las horas de la tarde en el bingo nadie visita a Ms Martha, pero sí las máquinas a su lado.

A la izquierda de la mampara de plástico que separa la máquina de la gitana de la otra, una mujer de baja estatura que viste tres camperas y una cartera sobre la falda, se mantiene sentada en el borde de la butaca con un pie apoyado en el piso. Con la espalda encorvada y las pupilas dilatadas frente a las luces intermitentes, mete billetes y tickets blancos cada algunos minutos: entonces se escuchan ruidos de monedas cayendo dentro del aparato. Antes de cada jugada, la señora pasa la palma de la mano por encima de la pantalla, deslizándola de un lado al otro, y luego golpea con los nudillos los diseños iguales.

—Es un hábito, lo hago para que me cambie la suerte entre juego y juego y gane algo —dice cortante, sin sacar los ojos de la pantalla.

Y así pasan los minutos y las jugadas. Pero ni ella ni los demás en la habitación se percatan: en el bingo no hay relojes ni ventanas que den cuenta el paso del tiempo. Tampoco hay espejos en los que los jugadores puedan verse pasar. En el bar de la sala, cerca de las cuatro de la tarde, un anciano con camisa a cuadros y anteojos de vidrio torcidos pide un café con dos medialunas. Dos mesas adelante, una mujer retacona y con canas recibe un plato con ensalada de lechuga y tomate y una chuleta. Mientras tanto, afuera del edificio el sol sale, se esconde y vuelve a salir, pero adentro las luces artificiales de las máquinas y los techos permanecen encendidas.

Analistas y matemáticos

Marcelo viste una campera color beige, desteñida y apelotonada, debajo de la mochila cuadrille de colores oscuros que descansa sobre su espalda. El hombre, de por lo menos cuarenta y cinco años, tiene la barba crecida de hace unos días y los dientes amarillos. En ningún momento se sienta frente a una de las pantallas del semicírculo que rodea a la ruleta del centro: de pie, observa las dos pantallas LED en la pared frente a él con los brazos cruzados. Ignora completamente la de la izquierda, en la que una mujer con un vestido negro al cuerpo lo mira de frente, indicándole con un acento español cuando iniciar sus apuestas, cuando “no va más” y el color y número ganador de cada ronda.

—Un pariente lejano me explicó hace muchos años como funcionaba esto. Hay toda una técnica. ¿Ves los números que vienen saliendo? ¿Los de ahí al costado? —dice, estirando el brazo y señalando la pantalla de la derecha que muestra la ruleta, los números ganadores de las últimas rondas y algunas estadísticas con respecto a los próximos juegos.

El sector de las ruletas está apartado del de las máquinas tragamonedas, pero los ruidos y olores se camuflan, entre los dichos de la mujer en pantalla y las conversaciones de algunos jugadores.

—Supuestamente ahora tendría que salir uno negro de la tercera docena —dice asintiendo con la cabeza, mientras se acerca a su pantalla y apoya una mano a cada lado— Haceme caso, apóstale que va a salir.

Mientras la española indica que no va más, un señor canoso se levanta de golpe maldiciendo entre dientes y empuja con fuerza la butaca frente a una de las máquinas de ruleta individual. Hay toda una fila de jugadores individuales, a la izquierda de los dos semicírculos con ruletas físicas en el centro. La butaca no se mueve de su lugar. Él chista la lengua y se va caminando rápido, con la mirada fija al frente y los puños apretados.

—El número ganador es el cinco, rojo —dice la mujer con acento español, señalando con las palmas abiertas la ruleta en la sala. Marcelo chista la lengua y apuesta una vez más, antes de apretar “cobrar” en la pantalla y agarrar su ticket.

—Hay que saber cuándo parar —dice, antes de darse la vuelta e irse camino a la caja.

Francisco está sentado frente a una de las pantallas del semicírculo: viste unos jeans y un buzo verde, tiene el pelo castaño claro y una sonrisa cálida.

—¡Hay que jugarle al 36! —exclama sin titubear— Yo vengo desde el 2018, cuando arrancamos a venir con un amigo. Siempre le jugábamos al 36 y salía. Hace unos días vine y en tres jugadas apostándole saque nueve lucas.

Los ojos le brillan mientras habla y mira la pantalla, con los brazos cruzados apoyados sobre la mesa. Por la falta de arrugas y canas, y por su expresión y forma de hablar, aparenta no más de 25 años, por lo que se convierte inmediatamente en el jugador más joven de la sala. En su juego, hay por lo menos un cuarto de ficha en cada número y al menos cuatro créditos enteros en el 36. Pasan más de cinco vueltas y el 36 no sale, pero él insiste:

—Ahora hasta que no salga el 36 no me voy —dice, ahora con una sonrisa sin mostrar del todo los dientes y la mirada fija en la ruleta—, ya veo que me estoy yendo y justo sale…

A su lado, una mujer mayor no deja de meter billetes verdes y naranjas. Es petisa y está sentada contra el respaldo de su butaca, por lo que tiene que estirar el cuello para ver la pantalla. Intenta apretar con fuerza cada espacio del monitor con la punta del dedo índice, una y otra vez:

—No me anda el táctil —dice, mientras continúa golpeando la máquina con el dedo. Unos minutos después, una empleada del lugar, con un uniforme color beige y una riñonera, viene al rescate.

Para entonces, Francisco le está jugando sus últimas cinco fichas al 36.

—El número ganador es el 31, negro —dice la mujer desde la pantalla, y el número queda titilando.

El joven niega con la cabeza, suspira y se levanta: se pone una campera de abrigo y alcanza el casco de moto que descansaba a sus pies.

—Hay días y días. Acordate de mí cuando salga el 36, porque va a salir —dice levantando las comisuras de su boca y saludando con una mano.

El 36 siguió sin salir por el resto de la tarde.

En busca de las estatuillas

Para llegar a la sala bingo hay que atravesar un pasillo y pasar las puertas de los baños. En la sala, la iluminación es amarilla y los techos altos. El piso de alfombra es de un color rojizo que combina con el tapizado de las sillas ubicadas en las mesas circulares. Como en el resto de los sectores, huele a cigarrillo y a encierro. Cerca de las cuatro de la tarde, todos los asientos de las mesas habilitadas están ocupados: cada una tiene seis asientos y una placa de vidrio por encima del mantel color crema. En el centro hay varias fibras negras, cartones perdedores ya marcados y pegatinas rojas para asegurarlos al vidrio para que no se muevan durante la partida. Delante de cada jugador hay por lo menos dos cartones, un teléfono celular y más efectivo.

—Comenzamos —dice uno de los empleados por el micrófono, desde la barra ubicada a la izquierda del salón. A su lado hay otro hombre, y dos mujeres en los extremos. En ambas puntas de la barra se encuentra un bolillero, pero solo el de la izquierda está en funcionamiento: las bolillas se mueven sin parar, y al golpear contra el vidrio simulan el ruido de gotas de lluvia cayendo sobre un techo de chapa.

Una vez que comienza el bingo, todo es silencio: ninguno de los jugadores habla, solo se escucha la voz del relator que va cantando los números y las bolillas. Mujeres con polleras beige al cuerpo y camisas blancas circulan entre las mesas en silencio, con cartones y cambio en mano para las próximas rondas.

—¡Línea! —grita una señora desde una de las mesas de la entrada, levantando su mano.

Algunas personas abuchean, otras maldicen entre dientes. Enseguida, una de las uniformadas se acerca para verificar:

—Cartón número 635 —dice mirando a la barra.

—Nosotras venimos desde que se inauguró el bingo, en el 92 —cuenta Estela, paseando la fibra negra entre sus dedos—. Y conocemos muchos otros, bingos y casinos, hemos ido a Lanús, a Quilmes, Mar del Plata

—El de Lanús era muy lindo —acota Silvina, su compañera, desde la silla de al lado. Visiblemente más joven que su amiga, debe tener menos de 40 años: tiene el pelo enrulado y gesticula mientras habla—, lástima que era tan difícil ganar algo de plata.

—Sí, es cierto, era lindo —coincide Estela devolviéndole la sonrisa.

Al recibir la confirmación de la línea, la estatuilla plateada es ubicada frente a la afortunada en la mesa a lo lejos, y se retoma el cantar de los números. Estela y Silvina hacen silencio, así como los otros jugadores de la mesa que conversaban entre ellos.

En las paredes detrás de la barra, en el fondo y el lateral derecho, televisores LED muestran los números de las bolillas que van saliendo y el monto acumulado. Algunos jugadores levantan la mirada y la vuelven a bajar rápidamente al cartón para buscar el número, otros simplemente escuchan y no levantan la cabeza en toda la ronda. Pasan las primeras 39 bolillas y, como nadie canta bingo, se escuchan suspiros de aquellos que se alivian al asegurarse una posibilidad para la próxima ronda, e incluso para poder completar el cartón de esa ronda en más jugadas. Pero la expectativa y adrenalina no duran mucho.

¡Bingo! —canta un hombre, segundos después, a unas mesas de distancia de la de Estela y Silvina. Una de las empleadas se acerca a él, esta vez con la estatuilla dorada, y comienza de nuevo el proceso de confirmación. Simultáneamente, muchos se agarran la cabeza con las manos y otros abuchean de nuevo, pero enseguida levantan la vista para encontrar a otra de las mujeres uniformadas que puedan venderles el próximo cartón. En la sala de bingo los juegos son cortos y rápidos, por lo que, sin darte cuenta, el tiempo vuela y la plata, también.

Si necesitas ayuda, ya sea para vos o alguien que entiendas puede ser adicto al juego, no dudes en pedirla. Podes hacerlo a través de:

Jugadores Anónimos: www.jugadoresanonimos.org.ar Línea vida: 11 4412 6745

Programa de Prevención y Asistencia al Juego Compulsivo en Provincia de Buenos Aires: http://www.loteria.gba.gov.ar/index.php/133-juego-responsable Línea de atención gratuita: 0800-444-4000

La Lotería de la Ciudad de Buenos Aires brinda un servicio de orientación https://saberjugar.gob.ar/  Línea de información y orientación gratuita: 0800-666-6006

—Esta es nuestra actividad, nuestra salida juntas —retoma Estela, mientras despega la pegatina roja que une al vidrio de la mesa con el cartón que no le dio ningún premio, y lo deja con los demás cadáveres en el centro de la mesa.

Por Juana Fernandez Cappi

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